El Cerro Rico de Potosí fue la mina de plata más grande del mundo, al punto que esa ciudad, al sur de Bolivia, llegó a tener más habitantes y riquezas que París. Hoy, los mineros bolivianos siguen explotando los despojos minerales para subsistir, en el interior de una montaña que se tragó la vida de millones de indígenas. Un recorrido por la montaña emblemática del saqueo colonial, que se ha convertido en destino turístico. Crónica de un viaje de 46 horas desde La Paz hasta el Litoral.
En el corazón del cerro siempre hay riesgo de derrumbes, pero los mineros bolivianos tienen un método para prevenirlos. Los viernes por la tarde, antes de regresar sucios y agotados pero aún vivos a sus casas, pasan a compartir unos tragos de alcohol con el “Tío”; le ofrecen tabaco y hojas de coca, le dan las gracias por la producción y por haberlos protegido toda la semana en el interior de la montaña. El “Tío” es una estatua de cemento con forma de diablo, pintada de rojo, con un pito gigante. Es el dios de los mineros. “No hay nadie más que les pueda cuidar de los derrumbes”, dice Johnny, el guía del grupo, mientras enciende un L&M y lo pone en la boca del diablo para ver si somos bienvenidos.
El diablo fuma, Johnny habla. Johnny era minero pero ahora es guía. Usa pañuelo, mastica coca, habla mucho: tiene un amplio repertorio de palabras en inglés y de chistes sexuales que utiliza cada vez que puede durante sus explicaciones, aunque siempre le salen de un modo forzado, o los dice con el rostro tenso y la mirada ansiosa, de tal modo que todos nos ponemos un poco incómodos, sonreímos y bajamos la vista cuando lo hace, como en este momento que dice que necesita tres mujeres vírgenes para completar los sacrificios para el “Tío”, y después le pregunta a cada una de las chicas del grupo si es virgen, mientras las mira fijo, y sus ojitos le brillan, iluminados por la luz de nuestros cascos. En el grupo hay tres franceses, una pareja de alemanes, una suiza, una brasileña y un argentino. La excursión por las minas es larga.
Johny se divierte.
–Primero hacemos la explicación, y después vienen las fotografías, ¿ok? –dice Johny, y mira al francés, que todavía está parado –Tome asiento ahí, mi amigo, no es un hotel cinco estrellas, por eso les dimos las chaquetas que son impermeables…
–¿Y a las mujeres las sacrifican de verdad? –pregunta la suiza.
–Pues a veces les sacrificaban, pues a veces. Eso no es broma, eso es en la vida real, señorita. Pues ahora en el siglo 21 es casi inhumano hacer ese tipo de ofrendas. Y este tiempo es difícil de poder encontrar mujeres vírgenes…
La excursión a una de las minas cooperativas del cerro Rico, con guía en español, nos costó 60 bolivianos a cada uno. Son unos 35 pesos argentinos, y el precio incluye el equipo: pantalones y camperas impermeables, botas, cascos con luz. Es un recorrido de medio día que comenzó hace casi dos horas, temprano, con un grupo grande de personas cambiándose en el patio de un hostel de Potosí. La mayoría de la gente que viaja a la Villa Imperial de Potosí, que está entre las tres ciudades más altas del mundo, quiere ir a conocer el trabajo en las minas, que es como ir de excursión a cualquier sitio donde se hace trabajo esclavo, donde se sabe que las condiciones son terribles y la realidad es deprimente, sólo que en este caso los mineros bolivianos vendrían a ser esclavos de una historia de saqueo brutal, pero ya no hay nadie que los azuce con la espada.
“Los amigos españoles (sic) llegaron pues un 1 de abril de 1545. En el año 1555, 1560, se va implantando la ley de la mita. La ley de la mita es el trabajo forzado para el hombre indígena: cuatro meses sin poder salir al exterior de la montaña. Cuatro meses sin poder salir del interior, chicos. Mediante la ley de la mita, el hombre indígena solamente podía salir el día jueves a recabar un poco de alimento. En síntesis, que durante un mes el hombre indígena podía salir a ver el sol solamente cuatro veces”, dice Johny, y cita un texto que resume la historia con eficacia: “De Potosí a España, un puente de pura plata. Y de retorno de España a Potosí, un puente de esqueletos humanos”. Se estima que ocho millones de indígenas murieron en el interior de esa montaña durante la colonia.
“Allá en la época colonial”, escribió Eduardo Galeano, “la plata de Potosí fue, durante más de dos siglos, el principal alimento del desarrollo capitalista de Europa. ‘Vale un Potosí’, se decía, para elogiar lo que no tenía precio. A mediados del siglo dieciséis, la ciudad más poblada, más cara y más derrochona del mundo brotó y creció al pie de la montaña que manaba plata. Esa montaña, el llamado Cerro Rico, tragaba indios”.
El agujero interior
El recorrido por las minas de Potosí es efectivo para ilustrar la historia: es como ir a ver en vivo, con adaptaciones, una obra trágica que lleva reproduciéndose 500 años debajo de la tierra. Ese es uno de los principales argumentos que utilizan los turistas europeos que necesitan justificar su visita a las minas: el valor testimonial, dicen, la elocuencia didáctica de la experiencia. Hay quienes deciden que no deben ir por “cuestiones éticas”. No les choca el abismo entre sus presentes; les choca el modo en que los interpelan las agencias de turismo para que vayan, las descripciones que revelan ese abismo: “Es un tour de aventura y cultura que mezcla emoción, mitos, leyendas, costumbres, supersticiones y tradiciones que aún existen en este mundo subterráneo”, dice una. Sí, si se considera a la tristeza como emoción, el despojo como tradición, y la aventura pasa por someterse, durante algunos minutos, a las mismas condiciones de seguridad a la que se someten diariamente los mineros: ninguna.
La primera parada que hacemos al salir del hostel es en el mercado minero, el único en el que se puede comprar libremente dinamita. Allí se venden todos los materiales necesarios para la explotación de los filones, y Johnny invita a cada uno a que lleve una especie de “combo” de regalo para los mineros que incluye hojas de coca, tabaco negro, catalizador, y una gaseosa. “Aparte de que es una visita turística es una visita social: no podemos llegar con las manos vacías a los amigos mineros, no es un montaje eso que nosotros vamos a ver”, dice, y después nos hace probar el alcohol potable “de 96 grados de puro alcohol” que es el que toman los mineros. “Si quieren llevar un poco de alcohol el precio es 10 bolivianos. Si gustan dinamita es un valor de 20 bolivianos”. La minivan en la que vamos arranca otra vez. La mayoría de los pasajeros son israelíes y europeos, y hay un porcentaje mínimo de sudamericanos. Todos llevamos bolsitas de regalo. Los israelíes son los únicos que además compraron dinamita: se dice que al final del tour, los guías van a hacer explotar un cartucho para diversión del grupo.
Antes de ingresar al interior de la montaña, Jhonny reúne a su grupo afuera.
–¿Cuál es la esperanza de vida en Francia? –pregunta.
–76 años –responde Samuel –76 para los hombres y 79 para las mujeres.
La ronda de preguntas sigue por países: “¿Y en Argentina?”. “75”. En Brasil lo mismo. En Alemania, igual que en Francia. “Lamentablemente”, dice, “la esperanza de vida del hombre minero es de 45, 50, máximo 55 años, porque empiezan a trabajar a una edad temprana, muy rápido”, y explica que algunos empiezan a trabajar allí desde los 14, aunque la Ley del Código Minero establece un mínimo de 18 años, “pero quién hace el control acá”. La introducción de Johnny evita confusiones románticas sobre el sistema cooperativo de explotación de las minas, o sobre el futuro inmediato. Vamos a ver en tiempo real como reducen su expectativa de vida los mineros bolivianos, paradójicamente, con el fin de subsistir, y el recorrido le da la razón: en medio de la montaña nos cruzamos con un niño de 13 años con casco y con pico en la mano. Ese día no había colegio, aclara el padre, y como cada día que no hay escuela su hijo fue a ayudarlo con su tarea cotidiana, para ir aprendiendo el oficio.
El interior de la mina no tiene misterio, pero produce un asombro primitivo. Las cosas siempre pueden ser peor que en la imaginación: el aire es más escaso, las paredes más estrechas, el suelo más húmedo, las instalaciones para subir o bajar son menos que precarias, inexistentes, como la luz. Nos guían las lámaparas de los cascos y la voz de Johnny, que nos lleva a la cueva del “Tío” para ver si somos bienvenidos. La aparición del Tío, explica Johnny, es el resultado de un descenso de producción en la minería que se da alrededor de 1570, cuando los indígenas asumen que nadie los controla en el interior de la montaña, y se rebelan contra los españoles disminuyendo su trabajo. “Nosotros los quechuas, tendíamos a ser politeístas, creer en varios dioses: el sol, la luna, la pacha mama, etcétera. Entonces el español introduce un dios a imagen y semejanza se puede decir, pero con el rostro diabólico, para hacer atemorizar al hombre indígena. Y de nuevo se vuelve a generar el trabajo en la mina. Pero pasa un tiempo y el hombre indígena también se da cuenta que este dios no era malo, porque compartía las penas con ellos. Y hasta ahora sigue compartiendo las penas el hombre minero con él”. El vocablo “tío” deriva de “dios”, cuenta, palabra que los quechuas no conseguían pronunciar porque en su lengua no existe la consonante “d”. Entonces primero fue “tíos”, y finalmente se convirtió en “tío”.
Después de la explicación Johnny se levanta, y se acerca al diablo: “Al Tío le gustan los rubios”, dice y señala el cigarrillo consumido. Eso debería ser una buena señal, pero a esta altura ya nadie está muy convencido de querer estar ahí: ahora sólo queda seguir adentrándose en la montaña. Compartir por unos minutos las penas, y después volver a casa.
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